Leía hace poco a Ramón Vargas Machuca, catedrático de Filosofía Política y uno de los teóricos más certeros de nuestro panorama intelectual, reflexionando sobre cómo debe ser el buen político. Sus propuestas me parecieron tan interesantes y lúcidas que me he decidido a continuar esas reflexiones con la modestia del que tiene mucho que aprender y voluntad de hacerlo. Como hay mucho de lo que hablar, me extenderé en varios de estos pequeños artículos del blog.
La visión popular del político, sea éste profesional o eventual como el caso de los políticos locales, se mueve entre considerarlos un mal necesario, un obstáculo, o una necesidad. Su descrédito general es evidente y la animosidad que atraen se basa en una mezcla de prejuicios y de buenas razones. La ignorancia sobre su trabajo alimenta el mito sobres sus intereses y agranda las posibilidades reales de su poder.
En realidad muchas de las prácticas negativas que se le imputan, clientelismo político, interés económico, información distorsionada, no son privativas del político, sino que está presente en cualquier esfera social donde se abusa de la asimetría de la información y el poder al que se tiene acceso, ya sea el mundo empresarial, asociativo e incluso familiar. Resulta frecuente encontrar quienes asignan todos los defectos imaginables, cuando no acusaciones delictivas, a los políticos locales, mirando con derrotismo lo de dentro y con exagerada e irreal condescendencia lo ajeno. Bastaría que contrastasen su opinión con cualquier ciudadano del pueblo que admiran para comprobar que ni unos son demonios ni otros son ángeles.
El decálogo que menciona el título comienza así:
1.- No hay que oponer político profesional a político vocacional. Para beneficio de la política hay que atraer y retener a los apasionados de la política y no a quienes se acercan a ella porque no han encontrado nada mejor. Y hay que retener al buen político con estímulos que impidan que se "queme" en una legislatura. Ese lujo no se lo puede permitir ningún pueblo.
2.- Un buen político no puede ser ni fantástico, ni fanático. Hay que tener talento político, los pies en el suelo, mesura y moderación, conjugar espíritu de justicia y sentido estratégico. Tener principios y contención moral, no encandilarse con ilusiones cegadoras, pero demostrar agudeza, sentido de la anticipación y adaptabilidad. La inteligencia política se fragua con las tensiones del día al día y con las situaciones excepcionales, y aprendiendo a operar con recursos escasos y opciones limitadas.
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